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24 de abril de 2009

La Unidad: entre el exilio y el peregrinaje.

Autor/es: Claudio Posse

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Introducción
Las tres lecciones de las Sagradas Escrituras que se nos proponen
poseen una sugestiva cronología que deseo respetar. La primera,
recuerda uno de los episodios más dolorosos y a la vez esperanzadores
que vivió el pueblo de Dios. Me refiero al exilio babilónico.

El evangelio, señala la condición de la Iglesia, como pueblo testigo
de un Dios que ya no estará físicamente entre nosotros, pero cuya
presencia permanente es prometida.
Por último, la epístola confirma esa presencia, por medio del
Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios y nos asegura la compañía
y ayuda divina en nuestro andar.

Esta secuencia en tres momentos nos invita a la reflexión.

La Iglesia en el Exilio

El ministerio profético de Ezequiel se desarrolla en un tiempo
plagado de oscuridad. Acabaron ya las épocas gloriosas del esplendor
monárquico. David y Salomón marcaron los momentos culminantes. Ahora
es el tiempo del dolor, de la dispersión y de la vergüenza. El salmo
137 retrata la situación:

Sentados junto a los ríos de Babilonia, llorábamos al acordarnos de
Sión.

¿Cómo conciliar el orgullo de ser el pueblo elegido de Dios con esta
realidad? Fuera de la tierra de la promesa, de ese lugar que encarna
la fe y los sentimientos más profundos de Israel.
Desde Abrahám en adelante, el pueblo de Dios sabía del ejercicio de
peregrinar, pero el exilio,... el exilio es otra cosa. Es estar fuera
de la promesa, en tierra extraña, lejos del hogar.
Hoy, con la perspectiva que nos brinda la historia, luego de tantos
siglos recorridos podemos distinguir también entre el peregrinaje y
el exilio. Somos un pueblo peregrino que camina hacia la plenitud de
la promesa divina: la instauración total del reino.
Pero desde hace siglos vivimos un exilio: La fractura del pueblo de
Dios. El cuerpo de Cristo padece una herida, de la que sólo podemos
imaginar el dolor que atraviesa a Dios.

¿Acaso Cristo está dividido?

Pregunta San Pablo a la comunidad cristiana de Corinto. Esta pregunta
sigue flotando en el ambiente hoy sobre nosotros. Cristo no se
divide, pero su pueblo vive el exilio de las distancias, de la
comunión afectada, de las diferencias llevadas hasta el extremo del
escándalo.
Deambulamos en tierra extraña. En la tierra del desencuentro, del
conformismo, de la resignación. Nuestro exilio refleja la situación
de toda la humanidad fragmentada en múltiples divisiones. El mundo se
divide en antagonismos raciales (y hay cristianos en ambas márgenes),
el mundo se divide en ricos y pobres (y hay cristianos en ambos
lados). El mundo se divide en posturas intolerantes (y hay cristianos
en ellas).

Desde las naciones extrañas del desencuentro y la división se alza la
voz del profeta para traernos la Palabra de Dios:

"Yo los sacaré a ustedes de todas esas naciones y países los reuniré
y los haré volver a su tierra. Los lavaré con agua pura, los limpiaré
de todas sus impurezas, los purificaré del contacto con sus ídolos
pondré en ustedes un corazón nuevo y un espíritu nuevo."

El siglo XX es el siglo que preanuncia el final de este exilio. Miles
y millones de voces proféticas se han levantado en las últimas
décadas, desde dentro de la Iglesia, para decir: la división no es la
voluntad de Dios. Nosotros hoy, nos sumamos a esas voces y damos
testimonio de que el exilio de la Iglesia llegará a su fin.

El Tiempo del Espíritu

Han transcurrido dos mil años desde aquel Pentecostés en que el
Espíritu Santo fue derramado sobre la Iglesia. Hoy podemos observar
cómo se va cumpliendo lo que Jesús anunciara a los apóstoles:

Cuando venga el Espíritu de la verdad, él los guiará a toda verdad...

El Espíritu nos ha guiado hasta aquí y desde este rincón del planeta
nosotros proclamamos en esperanza que creemos "en la iglesia, una,
santa universal y apostólica" tal como lo afirmamos en el Credo.
Vivimos el tiempo de Espíritu y la voluntad de Dios es reunirnos en
la perfecta unidad en Cristo, porque Él nos guiará a toda verdad. Y
la unidad es parte de la verdad.

El Tiempo de la Búsqueda

Cuando hablamos de la unidad se nos mezclan sentimientos
contrapuestos. A la alegría se le enfrenta el temor. ¿Qué impondrá la
unidad? ¿Cómo aceptar tal o cual doctrina?
Y así, el miedo multiplica los interrogantes. Otras veces es la
comodidad de nuestras propias estructuras y costumbres o nuestros
egoísmos, los que nos hacen mirar con sospecha el camino de la
unidad. Entonces ¿En qué consiste la unidad de la Iglesia? En parte
sabemos y en parte no. La unidad es un don de Dios, es su voluntad y
el Espíritu Santo nos llama a todos los cristianos a mirarnos y
reconocernos como hermanos y hermanas. ¿Cómo se dará esa unidad? No
sabemos los detalles. Tenemos algunas ideas y muchas preguntas y
muchas flaquezas. Pero tenemos confianza. Decimos con la carta a los
Romanos:

El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza

A pesar de las dudas, a pesar de los problemas, a pesar de las muchas
preguntas que aún aguardan respuesta Dios nos invita a asumir el
apostolado de la unidad de la Iglesia. Todos nosotros, hoy, aquí
reunidos somos convocados a anunciarle a Bariloche que el pueblo de
Dios peregrina hacia su unidad. Queremos comenzar de una vez por
todas, a ser sal y luz de esta ciudad. Queremos empezar a ser signo
de reconciliación en un mundo disperso.
Queremos ser la voz unívoca del dolor de los que sufren y padecen la
injusticia que los poderes de este tiempo imponen. Queremos ser el
pueblo del Dios verdadero, del Dios de la vida.

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