Autor/es: Carlos A. Duarte
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Imagínenme grande, tosco y sin brillo.
Pude ver su agonía y muerte desde tres horizontes diferentes. Fui inventado para lastimar la piedra y, principalmente, la madera. Los romanos también me usaron para lastimar la carne. ¡Sí, la carne de los condenados a la cruz! Aquella tarde atravesé dos manos y un par de pies. Los pies, uno sobre otro, apoyados en un taco que también atravesé.
Cuando el golpe de la maza cayó sobre mi cabeza deforme escuché su grito ahogado.
Él ya estaba sin fuerzas, no se sacudía, casi no opuso resistencia. No fue como otros que tuvieron que ser sujetados por varios soldados. Las manos, por ser más delgadas, apenas las sentí. Eran flacas y huesudas, tenían las uñas largas se nota que el trabajo las había encallecido.
Desde sus manos vi su rostro, también delgado. Nada en particular, excepto su mirada.
Ya sea que girara su cabeza a un lado u otro,
podía ver su mirada profunda como el océano.
¿Cómo explicarlo?
En el fondo de sus ojos se podía ver el infinito, se podía ver toda la historia humana concentrada en sus pupilas oscuras y dilatadas por el dolor.
Vi también, desde abajo, su boca.
Los dientes irregulares, las encías sangrantes, la lengua pastosa que apenas susurró:
- Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Esa frase, aún para un clavo, resonó terrible, porque al pronunciarla el tiempo pareció detenerse.
Se hizo un no-tiempo que fueron instantes y después murió.
De nuevo presté atención a sus ojos
el infinito allí encerrado había escapado a la eternidad.
El tiempo volvió a existir.
Aún mi metálica sensibilidad pudo comprender lo sucedido:
Dios entre nosotros había recuperado su inmortalidad.
No me busquen como reliquia, ya me he disuelto en el óxido de la historia. Si no me creen, sepan que después de la resurrección la heridas que provoqué involuntariamente, no soy más que un clavo,
sirvieron para dar fe de que lo contado aquí es verdad.