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Yo, Noa,
me hallaba sentada aquel día
cuando un gran murmullo
inundó por completo
la estancia.
“¡Jesús! ¡Es Jesús!”
Alcancé a oír de algunas bocas.
Y algo nuevo
brotó de mis entrañas.
¡Ah! Me habría gustado
ungir mis cabellos.
Me habría gustado vestir
mi más preciado velo.
Mas fue imposible,
no hubo tiempo.
Conocía sus milagros,
todos conocíamos sus obras.
Y quién, habiendo escuchado de él
no se habría ocupado en buscarle,
aunque fuese a deshora.
Rozar su manto
bastará para sanarme
de estar viva, tan muerta,
expresó mi espíritu abatido,
desbordado de tristeza,
humillado en la derrota.
Oídme.
¡Cómo no había de entristecerme!
Yo soy Noa,
ya os lo he dicho.
La mujer herida.
La que gastó toda su esperanza
en busca de otras metas.
Poseo la enfermedad incurable
de quien peca.
¡Qué torpes mis pasos han sido!
Acechanzas oscuras
se han tramado contra mí
todo el tiempo
robando mi alegría.
Aunque nada se advierta,
tengo miedo a ser señalada.
Son tantas las heridas que me muerden.
Tanto he llorado mi soledad, sola.
Tanto mi llanto callado.
Hace tiempo que vivo encerrada,
perdida para siempre.
Hace tiempo que
ningún ser ha entrado
a habitar mi morada.
¿Y si fuera posible?
No lo dudes,
me dije en silencio
¡corre!
Tocar su manto quise.
Sólo los que se acercan a él
reciben su fuerza.
Aparentemente,
yo era una más entre aquella gente.
Ante tan gran multitud,
nadie se daría cuenta.
Nunca me gustó
poner mi fe en evidencia.
Cuando él pasaba
junto a los damascos
pude alcanzarle
y observar sus rasgos.
Mis manos temblaban,
pero le necesitaba.
¡Ay!, si en mi se fijara,
si me adivinara cerca.
¡Oh! Jesús,
hoy vengo a buscarte,
soy Noa.
Herida de muerte
he venido a encontrarte.
Sí, no pienso callarme.
Puedo explicar
que al acariciar su manto
pude sentir su poder
derramarse en mi alma.
Entonces se volvió hacia mí
para hablarme,
para regalarme el tono limpio de su voz
además de sus palabras.
Sé que al verme,
él supo notar el temor de mis ojos,
mi corazón lo sabe.
Quién dice que no es posible renacer,
quién lo duda.
Al verle alejarse
para continuar su camino
una obstinada pregunta
se instaló en mi mente:
¿Qué habría pasado
si en vez de rozar su manto
le hubiera con fuerza abrazado?
¿Qué precio he de pagar
por mirarle de nuevo a los ojos?
Lo sé,
mi derrota ante su Gloria.
Oíd. Escrito está el morir.
En quien creer mientras vivimos
a nosotros corresponde.
Lentos se estiran mis días.
De aquel suceso
han pasado más de treinta años
y no en balde
mis labios lo siguen contando.
(Mateo 9:20-22)
Isabel Pavón Vergara, Málaga, España